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miércoles, 9 de abril de 2014

Al lector Solidario

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Hay que aclarar que todos los meses aparecerá un capitulo de la novela. Mayor información http://alucinadosdelclan.blogspot.com

El legado de Brando Segura
(Novela por Entregas)
CAPITULO I 
Personajes de Novela...
A Marcial Fontalvo mañanas como ésta se le metieron en el espíritu a partir de que su padre, como una revelación premonitoria, y contemplando el día triste en San Jerónimo, cuando por la Calle del Labriego sólo se asomaba el viento estremeciendo las cortinas de las casas, como un visitante de ninguna parte, presente y fugaz al mismo tiempo, y, entonces la calle muda, sola, sin la algarabía de los niños resistiéndose a quedarse en los Hogares Comunitarios. Sin los perros con la osamenta a punto de desarmarse, con el milagro de una mañana sin el loco Patricio y sus desvaríos, a Marcial Fontalvo a partir de mañanas como aquellas y desde siempre, se le quedó prendido en la memoria la frase lapidaria de su padre: 
«Algo está ocurriendo en estos momentos. Debe ser un duelo general». 
Y el fantasma del viejo nunca se equivocaba en sus premoniciones. Acertó con el desastre de Armero, el atentado de Las Torres Gemelas en Nueva York, y, la más reciente que su hijo recordaba: el Terremoto en el Japón y la catástrofe invernal en el país. 
Así que, una mañana como aquellas, en San Jerónimo—gélida y tórrida a la vez, imposible de olvidar desde la infancia remota— es la que se instala en la retina de Marcial Fontalvo. 
El fantasma de su padre agrega en un rincón de la sala, como en San Jerónimo: 
«Es como si la Humanidad estuviera de luto. Como si cada quien estuviera de duelo». 
En aquel momento el niño Marcial, quien podía tener unos ocho años pero con la habilidad de un muchacho de quince, pensaba: 
«El viejo se está volviendo loco». 
Frases iban y venían en la memoria del muchacho sin que la ironía no estuviera presente, sin embargo, cuando las premoniciones se volvieron veraces, cada vez que escuchaba al fantasma de su padre, no dejaba de corroerle algo así como un escalofrío, una palpitación de miedo y asombro por una verdad que se aproximaba. Sigilosa. Sin invitación de ninguna parte. Sin que nadie la pudiera detener ya... 
Lleva cinco o seis minutos contemplando la calle. En ese intervalo, un perro negro ha salido de alguna parte, en los ojos del hombre que fisgonea el animal es una mancha negra y  borrosa, que aparece y desaparece por momentos. 
Ha tenido todo el tiempo posible para recordar y, lo que el fantasma de su padre le dice: 
«Alguien hoy ya no será, es inevitable...», Marcial Fontalvo lo sabe. 
Allá, en el fondo, en donde la calle se estrella con un lote enmontado, ve la casucha del viejo Brandon Segura. Los vientos errantes y energúmenos han rodeado la casucha, como si la condena de su errar sin fin la estuviera expiando ahora la cabaña. 
El tornado ha girado alrededor de la casucha, en cinco o seis minutos, eso ha bastado para erradicarla con Brandon Segura adentro... 
Nunca podrá entender Marcial Fontalvo qué gira o gravita alrededor de personajes como Brandon Segura.  Andan tan sigilosos que están aquí y en todas partes. No trabajan pero el semblante no advierte carencias de alimentos o problemas económicos. Todo es tan estrecho y austero en su ámbito que cualquiera en la misma situación, con esas limitaciones impuestas adrede o por el destino, desde hace mucho tiempo se hubiera volado la tapa de los sesos. 
Lo que colige Marcial Fontalvo es que esos tipos deben poseer el aura de los angélicos, espíritus superiores que se alimentan a partir de sus propias reflexiones y experiencias. Porque, ¿cómo se explica que un ermitaño a quien se ve poco, con una túnica verde que no se quita nunca, una barba poblada y enmarañada, que en vez de trastocarle la fisonomía le da cierto aire de asceta—que nunca suda—que no existe para él el agua, ni el mínimo elemento de aseo personal, y sin embargo, siguen por ahí tan campantes, sin que su imagen colapse, ni se desmorone su integridad? 
Es una pieza de museo con las mismas atenciones y cuidados para las reliquias, pero exhalando un aroma a sándalo y a concentrados milenarios. 
Y el hombre apareció de repente. 
Con un aire bonachón y solucionador de conflictos, a él se le debe que los muchachos de Barrio Abajo, enfrentados a los Revoltosos, no hayan terminado adornando las páginas centrales de los diarios sensacionalistas. 
Alguien, luego de la reyerta o lo que iba a ser la reyerta, comentó: 
«Los ricos resuelven sus conflictos y diferencias con el diálogo, concilian, y luego se distribuyen el ponqué. En cambio, los pobres son tan estúpidos que resuelven todo a la brava dándose de machetazos. Se tienen tanta rabia que se matan entre sí». 
A él también se le debe, la tranquilidad que desde aquel momento reinó en la calle, en la cuadra y en todo Boston. 
Otra característica que adorna a estos inverosímiles personajes es su poder de persuasión, la oratoria discreta, ágil y elegante, unida a una credibilidad,  a una fe en lo que dicen que en esos momentos no se escuchan frases que por lo común y frente a otros personajes diferentes al de Brandon Segura, se escuchan: 
« ¿Y quién es este aparecido?». «¿De dónde salió este Mesías?». 
Y frases sueltas aquí y allá que en otras circunstancias harían el efecto de no disuadir la reyerta. Cosa contraría si el que hablaba era Brandon Segura. 
Boston está dormido en el tiempo. Es un lunar en medio de la ciudad. Con los años sus habitantes han aprendido a vivir con el fantasma del desalojo en el rostro. El que llega se asombra porque advierte que su gente es la más triste del mundo. Cualquiera que no conozca a Cartagena de Indias y que haya escuchado nombrar el barrio, creerá que Boston es un enorme y moderno complejo arquitectónico a diez o quince minutos del Centro. 
Si por casualidad a un furibundo narrador de fútbol, se le escapa la frase que el Estadio Jaime Morón está a diez cuadras de Boston, y para reafirmar la narración manifiesta que el barrio aludido se halla en medio de la ciudad, quizás siga creyendo que aquí convergen todo tipo de modernidad, centros comerciales, y los atractivos que debe poseer el corazón de una ciudad como Cartagena de Indias. 
Pero si llega de improviso, o le ha tocado experimentar en carne propia la historia de las calles y rincones de Boston, o la vive como Marcial Fontalvo, de seguro que se asombrará por lo que de pronto imaginó y no es. 
La nube en la que andaba volando alto, sin que se caiga, lo instalará en esta otra realidad del que conoce paso a paso la historia de Boston. Porque de bello y atractivo el barrio no tiene nada. Sólo el nombre que a veces confunden con el Boston norteamericano pero ya ese es otro cuento. 
Así que, nadie conoce el lugar calle a calle, el rincón más recóndito, que Marcial Fontalvo. 
—Yo soy quien puede contarle esa historia—me dice el hombre con ese aire de suficiencia y sabiduría que la vida da al individuo no por sus altos conocimientos o estudios, sino por la prudencia, la benevolencia, la humildad y disciplina con la que se actúa. 
Su altura no corresponde al promedio del hombre del trópico, su 1 metro y noventa y ocho le granjean dificultades tales como cuando joven: ninguna muchacha quería caminar al lado de él, o cuando en el colegio se organizaban bailes y tómbolas,  ellas se excusaban y al final el joven se quedaba solo. 
Su altura no le había servido de nada, había desistido de acudir a todo tipo de espectáculos públicos pues siempre era él el especial en la fila, el grandulón en ese lugar de estaturas medianas. Incluso, nadie lo llamaba por Marcial Fontalvo sino por el Grandote o por el Gigante. 
Otra tortura le producía abordar los buses urbanos, tenía que permanecer de pie porque la silletería había sido diseñada para tipos normales y no para hombres gigantes como él. 
Renegaba de su origen y no se explicaba lo de su estatura cuando su padre apenas y le  llegaba un poco arriba del ombligo. 
«Aquí debe de haber gato encerrado», se decía su progenitor bastante melodramático. 
—He vivido todo el tiempo aquí—dice el hombre levantándose del banco en el que se le nota nervioso. — Nadie mejor que yo para contarle lo que quiera saber. No tenga miedo de la estatura, no es lo que parece... 
 
La mañana se vuelve calurosa en la medida en que el sol se sitúa sobre las casas y nuestras cabezas. Vengo a Boston por primera vez, cuando en Valparaíso escuchaba hablar de él, hacía otra descripción en la memoria que no es la que ahora observo en el barrio. 
«Pero antes era peor», me dice Marcial Fontalvo, «Al menos con las mismas casuchas y hacinamientos, pero por fin contamos con el alcantarillado». 
Atravesado por dos o tres canales de aguas servidas, hoy Boston contempla un mejor futuro pues con el Emisario Submarino que ha entrado a funcionar, la Ciénaga de la Virgen, allá al fondo en donde finaliza el barrio, entra en una etapa de recuperación ambiental y ecológica. 
Así que, en lugar de casuchas construidas con retazos de madera y cartón, suelos de aserrín, de hedor a toda hora por los canales destapados, y en cada rincón oscuro y abandonado los jóvenes fumando marihuana o, inhalando cocaína, en poco tiempo, como dice el Gobierno, «esto será historia y del Boston de antes ya nadie se acordará». 
Tales declaraciones en vez de alegrar al residente lo han sumido en una tristeza infinita. Y razones sobran para estar así, pues la iniciativa contempla la recuperación de la zona, la construcción en lo que hoy es Boston de un inmenso parque Distrital rodeado de centros comerciales y grandes edificios. 
El problema que mantiene a la gente expectante, vulnerable y quisquillosa es que ha comenzado a circular un volante en que la Alcaldía manifiesta que los residentes de Boston no son dueños de nada. Que se apropiaron de esos terrenos hace más de treinta años y que muy a pesar de que se les legalizó la escritura de propiedad, desde entonces nadie ha cancelado el impuesto predial por lo que, se deduce, esos terrenos pertenecen más a la Alcaldía que a los ciudadanos de Boston. 
Y aún más: que ellos pueden terminar en la cárcel si no cancelan el predial, es decir que abonando a la deuda la casa, siguen metidos en el embrollo. 
—Así como usted me ve—agrega Marcial Fontalvo con una expresión de profeta. —Alto, flaco, sin dos dientes en el maxilar superior, de pelo apretado, y pudriéndome en vida, sin una estrella que cambie mi norte, así como usted me ve, con cierto abandono por la vida, también tengo mis libros... 
Desde esa primera vez, el hombre me esperaría los jueves, allí, en el kiosco de Don Ceferino de donde nunca salía pues era la complementación a su vida, y el hombre, en verdad, se había leído sus libros. 
Había llegado de San Jerónimo hacía cuarenta años, cuando Boston no existía y apenas el lugar era una extensión de playas baldías. 
«En ese entonces nadie podía imaginar que aquí habría un barrio triste y desolado como el que usted observa cada jueves», me dice con la voz quebrantada, el semblante se le prende y apaga con la luz de la nostalgia. 
Marcial Fontalvo podría tener unos sesenta años, se le nota la frustración de lo que pudo ser y no fue, la maldita resignación que si el hombre le da cabida en el alma, seguro que lo llevaría a morirse antes de tiempo. Sobre todo cuando, me dice él, se tuvo que venir de San Jerónimo por ese conflicto generacional que no piensa acabar jamás, pues extirpan el tumor de la violencia en el país, la sociedad toda se compromete a que ese tumor desaparezca por completo, pero enseguida el mal vuelve a aparecer y lo único que cambia es su mutación pero el mismo mal al fin.

—Ya entonces se imaginará el viacrucis—dice mirando a lo lejos, bamboleando los pies debajo de la banca instalada a un costado del Kiosco de don Ceferino—. Interrumpí los estudios, lo más preciado para mí, dejé amigos de la infancia, todo, pues si la familia se quedaba... 
El kiosco de don Ceferino se halla en la entrada del barrio. 
Es un cubículo de madera de color azul, techo de láminas de eternit, dividido en dos partes, en la primera están los refrigeradores, canastas de gaseosas y cervezas, una vitrina en donde se exhiben mecatos, panes y chocolatinas, y el mostrador repleto de frutas en donde el comprador manifestará si desea un jugo de guayaba, de mango, de mora, níspero o zapote, o lo que él disponga. 
En la parte detrás, hay una cama en donde el viejo Ceferino se recuesta antes de cerrar y dirigirse a su hogar. 
Un poco más atrás, en el pequeño patio escueto, está el orinal en donde los contertulios de cada parranda hacen agua después de seis o siete cervezas. 
Don Ceferino tiene cara de pocos amigos, tal vez él no tenga la cara así, sino que se esfuerza en tenerla porque de lo contrario, los jóvenes de Boston, entre los que se encuentran delincuentes, ex convictos que vienen a refugiarse aquí, consumidores y vendedores de estupefacientes, y cualquier desviación del género humano, no le pagarían la cuenta si le conocieran cierta debilidad al momento de que los parroquianos por el calor de la juerga o la parranda no quisieran cancelar lo que gastan, y se pongan un poco pesados. 
Así que el viejo no articula palabras, se dedica a asentir: 
— ¿Qué le vendo, amigo? Y como si todo estuviera en un libreto, no se conmueve ni frunce el ceño  cuando sin querer se tropieza con conversaciones de planes de secuestros, asaltos, o cuando los implicados en los mismos vienen a repartirse lo robado, ahí, en las mesas del kiosco de Don Ceferino. 
Algunos le miran como diciendo con la mirada que eso a él no le interesa. 
«Al diablo lo que ustedes hacen», pareciera él también responder con la mirada, «Me tiene sin cuidado». 
Muchas veces el viejo no entiende la vida, algunos no tienen para comer como se ve en la televisión— en el África, por ejemplo— mientras que otros dejan pudrir los alimentos o en el mejor de los casos los botan. 
«Cómo no admirar a Dios que creó este mundo», piensa mientras observa a Marcial Fontalvo bambolear los pies, entretenido en la conversación con el periodista, «En la vida todo es equilibrio: mientras unos nacen otros mueren. Unos triunfan y otros se estrellan. Se llora y se canta. Unos son terriblemente pobres y otros demasiadamente ricos. Algunos van a la guerra, otros nadan en la paz. Hombres hay con el cerebro dónde es, otros lo llevan por ahí...». 
Es chaparro, de cara regordeta pero el bigote y las patillas a lo mexicano— en donde se observa un cuidado excesivo—al contrario de otros semblantes, en él obran el milagro de reencarnarlo ahí, pero terriblemente joven. Con ese hermetismo guardado desde que llegó al sitio, don Ceferino se limita sólo a dos cosas: Llegar al kiosco por la mañana y, cuando mucho a las ocho de la noche ya debe de estar en casa. 
Excepto los sábados y domingos que puede pernoctar en el lugar o cerrar a las once o doce de la noche.  De acuerdo a como marche el día. 
—Al principio creí que las cosas se darían en esta ciudad—prosigue Marcial Fontalvo tras señalarle a don Ceferino que la mesa de atrás hace rato se le acabaron las cervezas— Y sí, se dan pero a qué precio, yo lo intenté, no una sino muchas veces. Al final entendí que he estado signado por la ruina y la pobreza por siempre. Entonces dejé de luchar, ahora yo soy quien llevo a la vida, hasta que se aburra y me deje en paz. Pero, cuénteme, ¿qué hay de usted, cómo llegó a detenerse en el kiosco de Don Ceferino?  

Hace calor, una bandada de alcatraces surcan los cielos, los pocos árboles de la calle, enanos y raquíticos permanecen inmóviles, tal parece que la brisa se hubiera ausentado para no regresar jamás. Las dos de la tarde y parece que no hubieran transcurrido tres horas hablando con Marcial Fontalvo, es un hombre simpático, si no hubiera nacido con mala suerte convencido estaría que sus sueños de infancia, eso de ser escritor, como me confesó más tarde, los hubiera hecho realidad. Es un tipo culto a pesar de su descuidada apariencia… 
Continuará...

 



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