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martes, 16 de julio de 2019

La Única Bulla Era el Galope del Corazón En La Noche de Agosto


REFRIEGAS
Por Gilberto García Mercado
Escuchaba la alocución del Señor Presidente, cuando unas sombras se recortaron contra el cristal de la ventana, tocaron con los nudillos de los dedos, y una de ellas susurró: «Es mejor que usted se duerma, apague el foco, y recoja sus papeles». Yo, que escribía hasta altas horas de la noche me había olvidado de los pasquines que aparecieron en las paredes de algunas casas de Los Geranios. Las sombras se alejaron de la ventana, alcé cuidadosamente la cortina, y pude ver a los hombres de negro perdiéndose por el callejón de la señora Fanny.
Las figuras misteriosas semejaban personajes sacados de alguna película policíaca, el suspenso mantendría en vilo al espectador, en este caso yo. Entreabrí la puerta para observar mejor, y salí a la terraza. La noche era eterna, la única bulla era el galope del corazón en esa noche de agosto. Avancé hacia un extremo del callejón. Los misteriosos personajes, de alguna manera cautelosos, notaron mi presencia y retrocedieron unos pasos. Desenfundaron las armas e iniciaron el regreso hacia donde ellos imaginaban que alguien los había descubierto infraganti. Perdido y desesperado, el único recurso que encontré fue sumergirme entre las aguas del canal que atraviesa a Los Geranios, y ahí estuve hasta que los encapuchados se alejaron. 
No transcurrieron quince minutos, cuando se escucharon los disparos. No hubo comentario alguno que surgiera de entre aquel callejón, por el que ahora regresaba, de mi intempestiva aventura de media noche. Y a la luz de la luna, los nubarrones se habían replegado, de nuevo los vi: Los pasquines, ahora pegados en los postes del alumbrado público, volvían con sus sentencias de muerte sobre algunos habitantes del lugar. La noticia al día siguiente sería primicia mundial. Pues un grupo de exterminio ejecutaba a los del hampa, irrumpiendo en las casas cuyas puertas ruinosas derribaban de un puntapié, en busca de los delincuentes sentenciados a muerte en los pasquines. 
Yo llegué a Los Geranios con muchas expectativas. Trataba de definir mi gran disyuntiva: o el dedicarme por completo a la Literatura. O el reconocer que en este campo no había nada que hacer. Eso me perturbaba, quienes me veían en la Avenida Baltazar Cisneros comprando remesas de papel para el ordenador, se iban lanza en ristre contra mí: «Algo debe de hacer con dichas hojas. Quizás las utiliza para liar cigarrillos de cannabis». Otras veces reiteraban: «Así como los encapuchados matan a los maleantes, deberían acabar con quienes compran remesas de papel solo para liarse cigarrillos de marihuana». Y así, entre comentarios de toda clase, vivía abstraído y meditabundo. Leyendo algunas veces a Capote o Hemingway. Observando cómo un hampón despojaba de sus joyas, a una joven que, distraída, esperaba el autobús en la parada. 
«Historias así son las que necesito», me dije un día. «A algún diario habrán de interesarle los panfletos que han invadido Los Geranios». 
Algunos vecinos relacionaron los hechos de esa madrugada con los pasquines. Un transeúnte que volvía del Hospital, después de recluir a su mujer asmática, sorprendió a los furtivos personajes rondando por las calles. Vestían de negro, manos enguantadas, calzaban zapatos deportivos. Y el rostro lo cubrían con capuchas. Debajo de sus suéteres se recortaban las armas con que ultimaban a los requeridos en los panfletos. El transeúnte que volvía del Hospital, pasó en silencio, y  los de las capuchas ni siquiera le miraron. 
El primer día de los anónimos, hubo revuelo general. Uno de los hampones se echó a reír nerviosamente y culpó a la pandilla de barrio Abajo de la broma. «Qué hagan lo que quieran, no les tenemos miedo». En Los Geranios era natural escuchar a los extorsionistas a toda hora. «Si no apoyan la causa con cien mil pesos aténganse a las consecuencias. Estamos dejando que pase el tiempo». Y cuando el tiempo transcurría sin que apoyaran la causa, irrumpían, fuera de noche o de día, llevándose los objetos de valor de la casa signada por la desgracia. 
Era tal el miedo que los afectados no iban ante el inspector a instaurar las denuncias. 
Como es de esperar, la patrulla de la policía recorre la zona. La algazara se sale de madre cuando irrumpen los agentes. Sorprenden a los que fumando la hierba, como una cosa natural, gritan obscenidades a las colegialas que transitan por la zona. 
Cuando «no hay moros en la costa» los agentes se marchan. Los delincuentes regresan a ocupar sus garitas clandestinas y, atisban hacia el norte o hacia el sur la posición exacta de la víctima, a quien robarán una alhaja, unos prendedores o un reloj. Pero antes no fue así. Pues con la aparición de los pasquines, y el hallazgo de los primeros muertos, el hampa se ausentó de Los Geranios. Entonces quienes alardeaban de no temer a la muerte, llorando se iban recogiendo sus cosas—«¿Por qué me tienen que amenazar si yo no he hecho nada?»—y buscaban refugio en la provincia, y, algunos, más temerosos aún no le decían ni a su propia madre adónde se dirigían. Los muertos fueron muchos. Los Geranios recobraron la tranquilidad. Y los encapuchados fueron vistos como extraños defensores de la justicia.
 
Gilberto García M
Ahora la policía patrulla la zona, pero es como si nada. Los agentes infunden respeto, pero cuando se marchan, es como si nunca hubieran asomado por aquí. Yo escribo hasta altas horas de la noche, escucho la alocución del Señor Presidente que esta mañana se dirigió al país por la radio y la televisión. Las sombras entonces se recortan contra el cristal de la ventana, tocan con los nudillos de los dedos, y una de ellas susurra: «Es mejor que usted se duerma, apague el foco, y recoja sus papeles». Yo, entonces, salgo a la terraza, y me acuerdo de los pasquines pegados por doquier:
 
—Han regresado los encapuchados.— digo en voz alta. 
«Tres muertos en Los Geranios en una refriega», es el titular de la prensa al día siguiente. 

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