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viernes, 4 de septiembre de 2015

DE LAS PALETAS  DE AURITA O CUBOS DE AMBROSÍA
¡Qué vaina, lo Único que Queda es la Nostalgia! 

Juan V Gutiérrez Magallanes
Luego de una larga jornada académica en el Liceo de Bolívar de la calle del Cuartel, los que vivíamos cerca a la calle Real del Espinal, buscábamos con angustia de sediento el néctar que brindaba aquella casa de dos pisos, de amarillo, con columnas de madera pintadas de verde, pigmento que armonizaba con el matiz del techo de truncada pirámide, donde el sol menguaba para  facilitar el fresco que recibíamos de los alares de aquella mansión, habitada por Aurita y su compañero Israel González (estos personajes, ahora cuando el tiempo me ha hecho observador, los comparo con la inolvidable Frida Kahlo y Diego Rivera). 
Guardábamos las monedas de a centavo, eludíamos muchas veces las chichas y las empanadas de «El Pimie», con el sólo propósito de alcanzar a comprar las paletas de Doña Aurita, que eran de diferentes sabores predominando las de «leche con pasas». 
A través de los almibarados cubos, deleitábamos la ambrosía de los israelitas en el desierto, ¡no nos cambiábamos por ninguno: éramos estudiantes del Gran Liceo de Bolívar,  y  empapábamos nuestras papilas con las Paletas de la calle Real del Espinal! 
Hoy, cuando en Cartagena se actúa bajo los parámetros de una Gentrificación Galopante, como observamos en San Diego y Getsemaní, a Torices lo están  dejando en el olvido, (en lo referente a la salubridad), porque los  nativos se verán precisados a salir de allí, y luego las águilas de cuello almidonado le caerán al noble barrio. 
Un análisis de la Gentrificación en Cartagena, además de plantearla Ladys Posso en su libro «La Casa Tomada», es un tema también abordado por Martín Caparrós*, periodista y escritor argentino  «… no conozco ningún ejemplo, en el mundo hispano, más claro de Gentrificación que Cartagena: cuando una ciudad—o una parte importante de una ciudad—deja de ser un espacio para que vivan personas y empieza a serlo para que las personas vayan a pasar unos días, a pasear, a consumir, digamos. Y en Cartagena, como suele pasar en estos casos, nadie lo discutió, nadie lo decidió, y dejan esas decisiones a fuerzas más directas; los dueños de las cosas, los empresarios, los famosos mercados». 
A El Palacio de las Paletas, le han decretado su muerte al colocarle grandes vallas para irlas derribando poco a poco para que la nostalgia no sea mayor, como ocurrió con la casa de Amaté, dónde se sublimaban los orgasmos en la esquina lateral, y que daba paso a la Placita de los Perros, donde se podía fijar la vista en la entrada al Castillo San Felipe. 
La calle Real del Espinal, está dejando de ser parte del barrio, ese que anidó los sueños de compañeros como Guerrero, Víctor Lozano (f), y Alberto Valencia (f). Porque los barrios dejan de serlo, cuando se silencian los pasos de quienes  contaron sus anécdotas o amarraron sus adioses a  una niña imaginada. 
Diagonal a la casa de la niña Aurita, la de las paletas de ambrosía, está la familia Moreno, aprisionando los recuerdos y regalando la imagen de la calle, cuando entraba el tren en los talleres, pasaba por el Puente, dejando su zumbido de otros tiempos, para que hiciera parte de las canciones del maestro Pianeta Pitalúa y los deletreos de Héctor Galván.
*Martín Caparrós. La  belleza, sus riesgos. Revista Semana, Cartagena LA FANTÁSTICA.



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